Tenemos el grave prejucio de considerar a la gente presa de sus propios nombres, como si fueran responsables de algo que sus padres no podían preveer cuando nacieron. De nada tienen culpa los Jonathanes, Kevines, Sarais o Maikels.
Le envié un emilio a mi amigo Emilio y se enfadó, porque dice que qué culpa tiene de llamarse Emilio y de llamarse como los emilios, si la criatura nació antes de que se inventaran los correos electrónicos. "Es lo mismo que llamarse Adolf en la Alemania de Hitler, o apellidarse Pantoja, Aznar o Franco en España, o lo que sea, qué has hecho para merecer semejante castigo si tú no has hecho nada".
Tiene toda la razón, a partir de ahora sólo le mandaré telegramas.