Concierto de Eutopía del sábado. No se os ocurra ir a conciertos sin haberos leído la biografía de cada grupo que toque, u os condenarán al ostracismo. Nacha Pop, Paul Weller, Travis y Najwajean. A Antonio Vega ya lo ví hace quince años en la Plaza Mayor de Madrid, le hicieron un triste concierto de homenaje porque creían sus amigos que iba a cascar pronto, pero de eso nada. Sigue componiendo y tocando, y aunque un poco listo de papeles, ahí sigue, ahora con su primo Nacho dando conciertos por la tierra humana, y yo que me alegro porque se lo merece, Antonio es el autor de las mejores canciones de amor de los ochenta.
Paul Weller, que concentraba a la mayoría de los asistentes, tocó sus canciones personales sentado en una silla con otro guitarrista, Steve Cradock, que bebía cubatas a ritmo inglés y que seguramente sería primo suyo, pero que tocaba el instrumento de puta madre.
Luego llegaron Travis. Muy bien, mucha marcha, un cantante con verborrea escocesa, un bajista triunfador y un guitarrista marchoso que no dejaba de pegar saltillos. A las cuatro de la mañana, Najwa Nimri y su colega Carlillos Jean pusieron los altavoces al máximo y nos echaron. Muy bien. Yo de Najwa qué voy a decir, que su Human monkeys me parece la canción de la década.
Me encontré con algunas personas que conocía, unas con más amor que otras. Y luego me fui a mi casa tan tranquilo y me acosté, sabiendo tres o cuatro o cinco cosas más que cuando me levanté, entre otras que la próxima moda entre los tíos consiste en dejarse unas barbas estilo Bin Laden, y eso es bonito. Lo del saber digo.
El otro día cogí la máquina de dar pedales y llegué a Guadalcázar, que es un bonito pueblo campiñés que está a tomar por culo de Córdoba, por la antigua via férrea Valchillón-Marchena abandonada hace años, ahora dedicada a vía verde o camino rural. Cuando lo ví me eché un poco atrás, porque entre otras cosas no llevaba cámara de repuesto ni parches, sólo un litro de agua helada y un paquete de conguitos. Poca cosa para 55 kilómetros, ida y vuelta, un camino iniciático impagable para solitarios en busca de sí mismos. No sé si es mi caso, pero lo intento.
Un conejo chiquitillo con mixomatosis se me cruza en el camino. Digo lo de la enfermedad porque ni siquiera hizo ademán de apartarse, no podía ver ni una mierda. Lo aparté con cuidado, y que tenga suerte. No voy a comentar aquí la solución que corre por ahí para salvarle la vida. También me crucé con dos lagartos más grandes que los cocodrilos de Tarzán (sus primeras películas, las últimas eran de feria), verdes, rápidos y brillantes como el sol. Hay que pasar por un oscuro túnel de 500 metros en el que hay que pulsar a la entrada un botón para que se ilumine como se ilumina la torre Eiffel de noche. Las únicas personas de dos patas que me crucé, unos biciclistas parados en el único árbol en veinte km de recorrido, disfrutando la sombra.
-Descansando un poco, ¿no?
-No, atacando, atacando lo que queda.
Magnífico el espíritu de saberse poderosos, de hacer lo que a Uno le venga en gana, sin tiempo de regreso. Me paro porque quiero, la dureza de la ruta no es mucha, pero descanso porque me da la gana, y bebo agua. Un carrerista pasa a toda hostia. Se ve que tiene prisa porque alguien le espera en algún sitio, hace bien en llegar a tiempo, no defraudes a nadie, criatura.
Pasaba entre campos de algodón (robé un poco pal botiquín, para qué nos vamos a engañar), terrenos baldíos de una belleza acojonante, plantaciones de trigo y cebada, cañizales continuos de un par de metros de alto. Si tienes que cargarte a alguien y esconder el cadáver, éste es tu sitio, no pasa ni el Tato. Por un momento sentí miedo. Si tienes un accidente y caes por la torrontera, ve rezando lo que sepas, porque es fácil que duermas malherido al raso hasta que pase algún cabrero despistado y te ayude. Es maravilloso.
Aprovecho que tengo que comprar eferalganes o cualquier otra droga para la cabeza que me den en la farmacia para ir también al Mercadona, que es nuestro Disneyworld local. Colas y colas de carritos atestados tirados por gente que espera este momento del supermercado para ilusionarse con tener, por una vez, poder de decisión sobre algo. Carne o pescado, queso o anchoas, pan de molde o pan de plástico, colesterol o directamente cáncer. Ninguna de estas personas que me acompaña en la elección de lo que nos matará está acostumbrada a la lectura, intuyo, porque si leyeran en los envases los ingredientes de lo que están comprando inmediatamente huirían despavoridos. Bolsas llenas de cosas que, seguramente, irán a parar a la basura porque no hay dios que coma tanto. En ningún sitio se siente Uno tan solitario como entre esta masa de consumidores compulsivos de lo que sea, más por justificar que seguimos todos vivos un día más en esta selva comprando comida de mentira que por hambre, que el hambre verdadera debe ser otra cosa.
En las colas se produce siempre el mismo fenómeno, que piensas que te has equivocado poniéndote en la más lenta, y cuando corriges la posición es cuando tu ex-cola avanza, hay que joderse. Y además siempre somos los mismos, en las mismas posiciones, y como todos los días, esa mujer que va delante de ti, llega, deja el carro vacío en su sitio y se va tan tranquila a buscar la compra. Cada dos minutos viene a dejar paquetes y a comprobar que nadie se atreve a decirle ni mu. Y qué decir de ese hombre que llega con un par de paquetitos de mierda y le susurra algo al primero de la cola, un joven apocado, vergonzoso y con estudios, que como son pocas cosas las que lleva, le cede el sitio, poniéndose by the face delante de siete personas, todas ellas hasta los huevos de gente sobrada. El poder de la sugestión y lo ridículo de la condición humana que nunca es capaz de decir No.
Son supervivientes, eso se nota a la legua, personas con un dominio mental sobre los demás que asusta. Y al avanzar, claro, tienes que tener un poco de vergüenza y darle una patadita al carrito medio vacío pero con derecho de pernada para que avance también, en ausencia de su dueño. Una vez me contaron que vieron una pelea con navajazos en un sitio como este por un asunto parecido, además con niño porculero incluido. Pero la vida es corta, no llegaré yo a ver una cosa así.
Suele coincidir el inicio de septiembre con el primero de enero en que los humanos se hacen promesas a sí mismos de mejora, y que luego se dan el disgusto de incumplir o atrasar hasta el siguiente primer dia del resto de su vida.
Este incumplimiento continuo hace que siempre tengan proyectos. Si se cumpliera todo lo prometido sería el fin. Los sueños son eso, sueños. Si fueran realidades se llamarían 'realidades', no proyectos.
Cada vez me cuesta más escribir estas paridas, y tambien leer las de los demás. Ayer fue el primer dia del resto de mi vida, y me he prometido acabar de una vez por todas con esta puta manía de escribir, cosa que ya me he propuesto hace tiempo. Lo que ocurre es que es sólo un proyecto, y suelo incumplir mis promesas siempre.