Dentro de nuestra casa común madrileña de Santa Ana 2, muy cerca de la estatua de Eloy Gonzalo, el héroe conocido como popularmente como 'Cascorro', convivíamos gentuza de varias nacionalidades en régimen de semiocupación, también llamado alquiler distraído con derecho a luz. Teníamos la muy burguesa costumbre de comprar diariamente tres cosas de necesidad primaria: cajas de tercios de cerveza Mahou, de esos tipo botijero, chaticos que ya sólo salen en las series televisivas de época, y/o vino peleón de cocinar, en una bodega de la misma calle Santa Ana a la que también acudía nuestra vecina Rossy de Palma; el alternativo y sorprendente periódico El Independiente, por turnos, en cualquier quiosco cercano o en la facultad, que acumulábamos al lado de la puerta y que formaba a los pocos meses montaña que en muchas ocasiones impedía la salida o entrada del salón; y por último, pero no menos importante, el imprescindible pan, siempre en la panadería de Ramón, en la calle de la Ruda, nuestro ídolo del barrio, el padre de los frikis antes de que existieran los frikis.
Ramón (al que entre nosotros llamabámos simplemente Rrrr, para abreviar) tenía todos los ingredientes de personaje de novela a medio camino entre Chuck Palahniuk y Pío Baroja. Su escasa matilla de pelo negro rizado con matices canoso-metálicos, más cercana al aspecto del estropajo Nanas que a cabellera humana, sus gafas de pasta marrón estilo Pere Gimferrer, de cristales de culo de vaso marcados con huellas del tamaño de la boca de metro de La Latina, y de patillas siempre dobladas, su barba de moderno de cinco días sin mirarse al espejo, su camisa con los primeros botones desabrochados y los últimos abrochados pero cojos, con la jarapilla fuera, su bragueta resistente a permanecer cerrada, que mostraba unos calzoncillos de dudoso blanco amarillento con paquetera delantera abierta que el gran Alfredo Landa puso de moda en películas en las que rudos y varoniles españolazos setenteros perseguían por los colchones a suecas supuestamente ligeras de cascos a las que atraían por señas o con sonidos guturales, como en los documentales de apareamiento de los ñús africanos. Podría tener entre treinta y setenta años, todo él era un pequeño buda precursor del grunge.
-¿Qué va a ser?
-Carne de membrillo -bromeábamos, aunque él nunca captaba el chiste-. Dos pistolas, hombre, Rrrrramón.
-¿Calientes?
-Sí, pero no te preocupes, aguantamos hasta que salgamos por la noche, que hoy es viernes.
Ramón no cogía la ironía ni la mala pipa de nuestras palabras. Nos vendía barras y pistolas con unas manos llenas de dedos gordos y de uñas que llevaban meses acumulando una mugre negroparduzca cuyo origen ninguno de los presentes se atrevía a aventurar. Nos gustaba comprarle el pan bien temprano, casi de noche, porque a esa hora nuestro héroe aún no estaba del todo despierto y el pan estaba más o menos recién sacado del horno. Cuando nuestra vecina del segundo, vieja bruja hipócrita que espiaba nuestros pasos, nos escuchaba algunas veces bajar corriendo por las escaleras aproximadamente a las tres menos cinco, momentos antes de cerrar la tienda, abría su puerta y nos encargaba comprarle el pan. Mal rollo, porque sabíamos que a esa hora, impepinablemente Ramón iba a echar su meada del mediodía, salía de frente subiéndose la cremallera y en ninguna ocasión lo habíamos visto lavarse las manos. Era entonces cuando le decíamos: "Rrrramón, ¿este pan es de hoy?", y él, en su infinita bondad, hincaba las uñas en la barra para, agujero mediante, demostrar que su producto estaba perfectamente crujiente y comestible. Esa era la barra de la vecina, sin duda.
Días felices de soberanía, pardiez.
(Fragmento del libro de memorias Santa Ana 2, 3D, inédito)
Ay... quiero leer esas memorias ^^
Escrito por Rear Window a las 18 de Enero 2006 a las 03:09 AMGenial, Mario. Encontrarás algo de Santa Ana 2 en mi blog...Saludos
Escrito por Rafa a las 12 de Marzo 2011 a las 03:08 AM