Lo de que los niños esperan los Reyes Magos o Papá Noel o el Olentzero o quién coño sea el que les traiga juguetes ya me suena a cuento chino. Y no porque el ochenta por ciento de las cosas que ahora fabrican y denominan como 'juguetes' las hagan en ese macropaís, sino porque ya no se trata de esperar a los seis años algo para distraerse o divertirse, sino de exigir armas como las de la vida real, porque otra forma no hay para destacar. Pocos lectores se han hecho millonarios leyendo. Videojuegos o cochecitos réplica, lo que sea con tal de imitar las mismas pamplinas que hacen los padres.
El armamento automovilístico-petrolífero que cada diez segundos anuncian en la tele o los cartelones de las ciudades encuentra últimamente su mejor sitio en la infancia. Primero te ponen a correr a un tío a trescientos por hora, le dan champán y lo derrama en la cabeza de su colega mientras suena el chero-tachero militar de turno con los trapos heroicos al fondo. Los niños y sus páters lo ponen de ejemplo de una vida triunfante y milmillonaria. Una vida que para sobrevivir sin dar palo al agua ni ser un tonto honrado medio normal siempre necesita estar cerca del riesgo absurdo, y cobrar después.
A los diez años ya necesitan sentir la velocidad en las venas igual que el Vaquilla necesitaba caballo por las suyas o Jesulín unos cuernos cerca del paquete. La diferencia está en que ni la niña del torero ni los del atracador les pedían a sus padres una muleta o una jeringuilla. La generación de alonsos exige máquinas de correr, pide a gritos una oportunidad de estrellarse como en la tele.
Cambian los tiempos, vuelven los mismos cabrones de siempre a idiotizar al personal antes de que sepan siquiera el significado de la palabra muerte.