Últimamente cada vez leo a más escritores que piensan que la expansión de esto de las NNTT y las TIC, del acceso global a la comunicación mundial y todas esas cosas que terminan en -al, conlleva, paradójicamente, que las personas se metan en sí mismas, como en un agujero, y dejen de relacionarse in person optando por la intimidad de sus casas, abandonar el espacio público y el (supuesto) anonimato de una habitación decorada con lo que cada cual considere su mundo perfecto, que suele no coincidir con el del resto.
Y unos dicen que eso es bueno, que así la gente habla lo que realmente piensa y se desperezan el corazón y, al superar la natural desconfianza y vergüenza humana, no mienten tanto como en las relaciones cara a cara; otros, por el contrario, afirman que su uso individualista conlleva patologías diversas y aislamiento. Todos tienen razón, creo. Pueden servir, como el White Label, las clases de taek-wondo o la asistencia a una conferencia del premio Nobel de Físca, para romper el hielo en un mundo en el que nos han enseñado mucho de cómo se manejan los teléfonos móviles 3G y bastante de cómo comprar billetes de avión para Singapur y realizar el pago de impuestos a distancia, pero nada de cómo debemos comportarnos cuando un desconocido nos pregunta la hora en la calle.
Recuerdo perfectamente la primera vez que me perdí, cuando niño, en una ciudad gigante y asalvajada que no conocía, en medio de unas calles llenas de coches, humo y personas de mala cara. Sin móviles, sin mapas, sin internet, sin nada tecnológico a lo que aferrarme, fuera de las enaguas benditas de mis padres, supongo que algo preocupados.
Tuve que hablar con la gente de la calle, con desconocidos, preguntar, llorar un poco. Tuve que dar mis datos personales. No me ofrecieron caramelos envenenados ni me secuestraron. La gente que pulula por la calle, en general, son animales con buen corazón, y me devolvieron a mi anterior estatus de niño-medio-amaestrado-con-padres, sin más, a cambio de nada.
A pesar de mi aversión al contacto con los seres de dos patas tuve que hablar con alguien, como un humano de los de antes, para comunicarme: me llamo fulano, y estoy más perdido que el copón, señora, apiádese de mí. Y se apiadó, por lo visto. Podía haberme vendido como esclavo en Arabia Saudí, o torturarme con la lectura de las obras completas de Antonio Gala, o matarme allí mismo con un cortauñas y sacarme los órganos principales para venderlos en el mercado negro de transplantes... pero no lo hizo, y conservo mi libertad y mi cuerpo intactos. Cosas que pasan.
Las cosas cambian, depende de cómo te desenvuelvas en directo y de la suerte, aunque seas un hacha en lo de Matrix y las matemáticas. Aunque yo lo hice por obligación, me encerré aquí y jamás volví a hablar en serio con nadie que no fuera de mi familia o que midiera más de uno treinta.